Tanto la teoría retribucionista como la disuasoria constituyen medios dirigidos al verdadero fin del derecho penal, que no es sino el de impedir la ejecución de conductas que ocasionen daños a las personas y sus bienes.
Tanto una como otra están dirigidas a la voluntad de la persona –una antes y la otra después de cometido el hecho-, pero ninguna de las dos evita, en un caso la acción y en el otro su repetición.
La acción delictiva puede ser prevenida con mayor o menor eficacia, aunque nunca evitada por completo.
Pero cuando el delincuente se ha manifestado ya a través de su acción, lo imperdonable es no aislarlo de la sociedad hasta tanto se tenga certeza suficiente de que ha dejado de constituir un peligro.
Y es en este punto donde estamos fracasando estrepitosamente, cuando observamos la cantidad de gravísimos delitos cometidos por reincidentes liberados sin cuidado alguno.
Cuando el derecho penal no atiende a la peligrosidad del delincuente y la inconveniencia que su libertad supone para la seguridad de las personas –mas allá de si se trata de un castigo o una disuasión-, inevitablemente fracasará.
Lo vivimos diariamente.