viernes, 1 de junio de 2012

GARANTISMO

Párrafos del Dictamen del fiscal Germán Moldes en la causa Jaime

VII

No creo aportar ninguna novedad si digo que, desde hace ya tiempo, se extiende entre nosotros una peligrosa deformación ideológica de las garantías constitucionales, basada en la victimización del delincuente en función de su condición social, afectada supuestamente por la desigualdad, marginación, pobreza y falta de educación que provoca el sistema.

Lo anterior sería ya de por sí bastante discutible, pero cuando en un caso desprovisto de toda connotación de vulnerabilidad social o postergación económica, una suerte de fundamentalismo garantista traslada esos parámetros de lenidad y exculpación a la valoración del cuadro probatorio, la situación se agrava notoriamente.

En las investigaciones de altísima complejidad, como lo son todas las que involucran hechos de corrupción, la recolección de prueba es tarea sumamente enmarañada y espinosa. No es la primera vez que nos toca ver cómo, con un solo golpe de pluma, se quiebra la columna vertebral de la evidencia con argumentos de similar tenor : grabaciones obtenidas sin conocimiento del acusado, correos electrónicos cuya incorporación al proceso se considera invasivo de las garantías de privacidad, registros telefónicos aportados por particulares, etc.

No parece ocioso recordar aquí que un proceso judicial -especialmente en la esfera penal- tiene como finalidad la averiguación de la verdad, y que para ello el juez debe necesariamente sortear las dificultades que los imputados y sus abogados le pondrán en el camino.

La cosa se pone particularmente delicada cuando el esclarecimiento de un hecho que en su día tuvo gran impacto social, queda diluido en el entramado de un nudo de difícil comprensión para el hombre común y dispara un cortocircuito moral que enciende la chispa social del desaliento, porque flotando sobre nuestras controversias, especulaciones y tecnicismos, lo que se ve desde afuera es la patente demostración de un enorme fracaso; de una injusticia.

Por un lado, es evidente que, en nuestro tiempo, todas las actividades humanas están siendo acopiadas en uno u otro registro electrónico, casi siempre sin conocimiento de los involucrados. Por el otro, las complejidades técnicas que el mundo informático presenta, hacen que esos contenidos no sean de fácil acceso para todos los mortales, sino para algunos pocos iniciados. Por eso, la “traducción” de las constancias que celosamente guarda en las profundidades de su vientre toda computadora al lenguaje llano y comprensible que exige su incorporación al expediente judicial, obliga a someter equipos, accesorios y registros a sucesivos controles, análisis y pericias que, por definición, obligarán a intervenir a múltiples instituciones y entidades con el consiguiente e inevitable traslado y manipulación de esos elementos (ver Gustavo Garibaldi, “Las modernas tecnologías de control y de investigación del delito”. Ed. Ad-Hoc).

En semejante escenario, un prejuicioso recelo hacia los organismos auxiliares de la Justicia, presuponiendo su deshonestidad hasta tanto se demuestre lo contrario y poniendo en duda, con aprensiva suspicacia, la cadena de custodia de las pruebas que pasaron por sus manos, así como una concepción desproporcionada de la intimidad que ata de manos a los jueces y les impide cumplir con su cometido, aparecen como anacronismos que deberían ser seriamente revisados. Y sin embargo, se insiste día tras día en esta distorsión normativa que, si bien se mira, deja a los ciudadanos seriamente limitados en el ejercicio de las verdaderas “garantías constitucionales” al ver afectada su libertad por la falta de seguridad que dicha desatinada interpretación provoca al fundirse en el complejo cuadro de los distintos factores de la realidad social.

No es mi intención –ni es esta la ocasión propicia- de entrar en un escabroso debate teórico al respecto. Lo que yo tengo para decir no requiere de palabrería difícil ni términos científicos. Lo que sí registra mi memoria, es que aquello que empezó como un movimiento de opinión en las asépticas e impersonales polémicas universitarias, sin más alcance aparente que el de los fríos ensayos de gabinete, hoy provoca consecuencias concretas -y probablemente indeseadas- en el mundo real. Sencillamente se me hace imposible afectar desatención e indiferencia ante las consecuencias a que nos conduce una red de normas, decisiones y ominosos silencios que protege cada vez más a quienes delinquen y desprotege cada vez más a quienes padecen sus delitos.

Y hablo de ominosos silencios porque ya todos han advertido que no hay posibilidad alguna de razonar con esa tergiversación fundamentalista del garantismo hiperbólico, porque sus cultores han sabido dotarlo de un sustrato quasi-religioso y un trasfondo arrebatado y místico.

En efecto, si no es fácil en ningún campo cuestionar las verdades oficialmente establecidas por el férreo corsé de la corrección política, en esta particular materia la hegemonía doctrinal del fundamentalismo garantista comporta un absolutismo discursivo que fulmina cualquier crítica bajo pena de excomunión ideológica. Toda disidencia frente a ese catecismo es inmediatamente descalificada como si escondiera algún arrière pensée Reaccionario y cavernícola.

Así las cosas, ¿cómo superar el autoritarismo de un pensamiento autorreferencial que se ha institucionalizado y ritualizado hasta convertir sus ideas y prácticas en lo más parecido a un artículo de fe?

Desde las cátedras de las facultades, las publicaciones especializadas, los discursos de funcionarios, y los medios periodísticos identificados en tal tendencia, sus predicadores difunden ese evangelio como un conjunto de dogmas que exigen profesión de fe para todo aquel que no desee ser tachado de hereje. Por esta vía, un poderoso aparato propagandístico, político y cultural, extiende certificados de buena conducta a quienes con él comulguen y condena sin apelación a los que no lo hagan.

Por eso en este mundillo, la adhesión inquebrantable a sus paradigmas jurídicos, ideológicos y culturales es el peaje insoslayable que debe pagar quien no quiera caer en la ignominia o aspire a un mínimo desprestigio social y futuro profesional. Esta máquina de triturar gente no tiene nada de espontáneo y funciona con una lógica totalmente divorciada del más elemental sentido de sensatez y raciocinio. Podría sintetizarse en la fórmula: “Los <>, por serlo, tiene la razón y los <>, por no ser nuestros, carecen de ella”.

Semejante despropósito deriva de la carencia de criterios firmes, anclados en sólidos principios éticos, que es uno de los grandes males de nuestra vida pública. No se puede respetar la confusión de los intereses con las ideas o anteponer la militancia a la inteligencia ni la incondicionalidad partidaria a la honestidad intelectual.

Hace poco más de un año nos trenzamos en un vistoso intercambio de fuegos artificiales en el que, desde los despachos gubernamentales se responsabilizaba a la Justicia de los flagelos de la inseguridad y desde las asociaciones profesionales y las magistraturas judiciales se retrucaba que los jueces no pueden hacer otra cosa que dar cumplimiento a leyes exóticas pensadas para sociedades de otras latitudes y forzadamente introducidas en nuestro ordenamiento penal, a través de la integración al texto constitucional de ciertos tratados internacionales.

Ante decisorios como el que aquí analizamos, no puedo dejar de creer que buena parte de la responsabilidad recae en nosotros; los jueces y fiscales que damos carnadura a este fatigado aparato de administrar Justicia. Claro que la culpa no pude descargarse exclusivamente de puertas adentro, olvidando a quienes legislaron en su día pensando únicamente en la reinserción del infractor y relegando a un quinto plano algo tan elemental como el esclarecimiento de la verdad en toda investigación penal y la reparación del daño causado. Es como si concentráramos nuestros esfuerzos en la indulgencia sistemática con el victimario y el abandono sempiterno de la víctima.

No hace mucho, a raíz del sangriento desenlace en que derivó el violento asalto a un conocido conductor radial, el debate se ha reactualizado y se han podido escuchar, por primera vez en muchos años, voces procedentes de todos los sectores clamando para que los que tenemos responsabilidades directas en el asunto las asumamos de una buena vez.

Por mi parte, nada más ni nada menos que eso es lo que intento hacer. Esa es la posición que en este memorial sustento, y es coherente con lo que vengo sosteniendo desde hace muchos años. Después de todo, no parece demasiado pedir que comprometamos nuestras voluntades en invertir el orden de prioridades actual en beneficio de la gente honrada. Que lo que se decida tenga más que ver con el sentido común que con ese quimérico esquema, quizás pletórico de loables propósitos pero, en los hechos concretos, tan vacío como carente de autocrítica hacia los resultados obtenidos. Es que yo no dudo que esa desorbitada desviación del garantismo, al igual que el infierno, está empedrada de buenas intenciones pero, como muestra la historia, el afán de redención suele provocar consecuencias indeseables e indeseadas.

Es una ley de hierro: todo propósito de cambiar el mundo sin tener en cuenta la complejidad de lo real acaba generando lo contrario de lo buscado. Yo ingresé al mundo del derecho penal a mis jóvenes dieciocho años cuando el sistema punitivo era un mecanismo que protegía a la sociedad de la delincuencia. ¿En qué recodo del camino extraviamos el rumbo? No lo sé, pero el desvío que tomamos nos trajo a este punto, en el que lo vemos convertido en un dispositivo que parece destinado a proteger a la delincuencia de la sociedad.

Paradójicamente, entre los principales damnificados se encuentra el principio de presunción de inocencia, base del sistema democrático de protección jurídica. Ello es así cada vez que una decisión judicial colisiona de lleno con el sentido común, ocasionando una peligrosa fractura de confianza. Cuando, como en el caso de autos, el inexplicable e injustificado desmoronamiento del cuerpo probatorio, impedirá obtener siquiera una ilación coherente de la pesquisa, un relato verosímil de los hechos, una secuencia deductivamente comprensible de lo finalmente resuelto. Si lo consentimos, no serán las chicanas de los abogados, la dilación de las pericias ni las goteras de las leyes, sino el propio desarrollo desquiciado de la investigación lo que terminará por malograrla, merced a la extensión imprudente al campo de la realidad de tan rebuscados y audaces experimentos de laboratorio. Ellos, tarde o temprano, derivan en un intrincado laberinto donde son condenados “ab initio” al más estrepitoso de los fracasos, todos los esfuerzos de la instrucción y los objetivos de la encuesta.

Al final, por una u otra cosa, lo que queda a la vista del ciudadano de a pie, son unos malhechores victoriosos y una Justicia desbaratada.

Estamos a tiempo de evitarlo.

Fuente : http://inimputablesamerica.blogspot.com.ar/2012/05/hendler-se-usa-el-termino-garantismo.html