lunes, 20 de agosto de 2012

ALCANCES DE LA PENA DE PRISION

En su concepción básica y primaria el derecho penal debe apuntar a atender los desvíos circunstanciales y excepcionales en la conducta de ciudadanos normalmente respetuosos de las reglas sociales imperantes en un lugar y épocas determinados. En otras palabras, se parte de la idea de que los integrantes de la sociedad conocen sus derechos y sus obligaciones y tienen disposición para ejercer los primeros con respeto de las segundas.

Cuando alguien viola una norma, deberíamos asumir que ha incurrido en un comportamiento no esperado en él, suponiendo que el mismo no se repetirá. La pena se aplicará y cumplida la misma el responsable retornará a la sociedad, correspondiendo presumir que observará un comportamiento normal. Aun cuando lo expuesto suene a ingenuo, constituye un razonamiento elemental.

El problema se presenta con quienes no delinquen por una circunstancia excepcional, sino que por razones diversas –de tipo personal, ambiental, etc.- han decidido hacer del delito su profesión, tornándose usualmente imposible e ilusoria su readaptación y consecuente retorno a una vida social normal.

En este último caso, que no se me escapa constituye el grueso de los delitos, la pena de prisión debe obligadamente ir mas allá de la mera finalidad de readaptación –que desde ya como objetivo no deberá abandonarse-, y atender a la necesidad de la sociedad de recibir la protección del Estado de aquellos que, beneficiándose con un garantismo exacerbado, ya no son retenidos en prisión y delinquen de modo reiterado, creciente y salvaje, al amparo de una impunidad suicida.

Es así entonces que la pena, además de buscar como finalidad la readaptación y reinserción social del delincuente, debe atender al objetivo de protección social, impidiendo que quienes han hecho del delito su profesión -y no hayan dado muestra fehaciente y definitiva de su rehabilitación-, recuperen su libertad y continúen infiriendo gravísimos daños que la sociedad no tiene porque soportar.